lunes, 3 de marzo de 2025

ELEGÍA VÍVIDA A ARISTÓTELES ESPAÑA


Hasta entonces

era silencio.

Libros y silencio, 

largas tardes y silencio;

invisible

hasta el aburrimiento

en un lugar invisible,

entre los retamos y

los cercos de madera.


Entonces llegaron los versos

llegaron como 

un río espeso y desconocido

con clandestinas corrientes 

                                submarinas.


Entonces

mi alma escondida de ingeniero

armó la estructura

el canal donde

los versos debían llegar

a un océano sin nombre.


Palabras, palabras, palabras

salidas de los cajones,

de las miradas inquietas,

como pájaros salvajes,

como gorriones o zorzales,

buscando el signo adecuado

la verdadera

                            significación

el imperturbable significado.


Así

me llegaron hasta

convencerme en su enredadera,

decirme que podía decir 

sin esperar que me vieran.


Entonces

imaginé mi postura

como un caballero quieto

bajo un puente o en una choza 

perdida donde estaba

el centro del mundo.


Surgí 

de esa manera

para el amor

o el combate.

A dura penas se abrió

el clavel de mis 

profundidades.


Fui de la soledad.

En los primeros versos

de la muerte y lo antiguo;

de lo aceptable; de la forma, antes que 

el continente me llame

con la garganta rota.


Y una mañana apareció

con sus lentes negros

con su voz de arcoiris

y su cara de nieve;

parecía avanzar como

si no estuviera vivo

en esas calles pequeñas

con olor de puerto, 

con sabor de trasnochadas.


Apareció y nadie

sabía quién era él, 

que venía abriéndose camino

con la poesía

"como una lámpara colgada en el 

techo de la filosofía".


Tal vez por

su nombre antiguo

su apellido multitudinario

o por

su estatura 

de niño abandonado,

fugitivo de piratas, 

sobreviviente de calabozos


que nadie hizo de él 

una estatua


o porque no creyeron 

que moriría joven


porque no mueren

los que no pueden


se quedan 

congelados frente a un lago

mirando desde lejos las nubes.


Escriben como condenados

y nadie se entera

de sus temas y sus olvidos.


Y pocos saben

que se llama 

                    Aristóteles España

que salió de Dawson

Tal como entró

con sus ojos liceanos

con un mechón sobre los ojos

y una camisa oscura.


Dentro suyo bailaban

la poesía y los viejos verseros

de una historia no contada.


Tras de su pulso

un reloj de ancianos de la tribu.


Tras de sus manos 

un lápiz y un cuaderno.


En mi corazón de poeta

tempranero y medio niño

un desconocido Aristóteles España.


Ahora

viejo y poeta

le escribo

cuando él es ceniza.

                        Ahora (le escribo)

                                    No después.


                    AHORA.


(Homenaje siempre tardío, siempre merecido, a mi primer gran maestro en la literatura. Abrazos y sentidas reverencias en memoria de Aristóteles España, poeta de Castro, nacido en 1955 y fallecido en 2011, en Valparaíso. Parte importante de su obra y su reconocimiento es en Punta Arenas, donde dejó un legado enorme entre la juventud magallánica que pudo conocerlo de manera personal.)



  

EL SABOR SOLEMNE (2015)


De la tierra viene
La joya radiante.
El sabor solemne, el vestido
de novia de frutales colores.
De la tierra viene
con su himno de fuego
con sus espadas danzantes,
a caer en copas montañosas.
A caminar como una bella promesa
por los senderos de la Historia.

Viene de la tierra
como un río sin inicio
como una lluvia deliciosa.
La uva
y sus sexuales redondeces.
La uva
sus batallas legendarias
y su porte de reina de todo el universo:
Sonora en sus canciones,
victoriosa en sus leyendas
conocedora de los labios
de los héroes y sus cautivos.


La uva 
convertida
en sabores y colores
en día y noche
en cada estación
y en la encantadora
danza de la luna.

Viene de la tierra;
hecha vino se introduce
en el resquicio fragante
                            del amor,
en el inquieto secreto
                            de los solitarios,
en la mesa dulce y blanca,
en la turbia y rústica tabla.
En todos lados entra
como una antigua conocida,
una amiga inconfundible.

Viene de los valles, 
vestida de sangre y
                            penetra
en las gargantas;
musical y esquiva,
festiva y funeral.
En todos lados es la de siempre:
la única, la inolvidable,
la que inicia, la que culmina,
la uva
promesa del vino.

La uva.
Viene de la tierra.

(agosto 10 de 2015)

martes, 25 de febrero de 2025

DE NOCHE, NO TODOS LOS GATOS SON NEGROS (2010)

 

DE NOCHE, NO TODOS LOS GATOS SON NEGROS

 

Y es que no podía concebir esa tranquilidad que lo cruzaba cada vez que se sentaba mirando a la gente pasar desde la banquita junto al árbol. Demoraba un rato aguantando la respiración mientras el aire le recorría, centímetro a centímetro, todos los resquicios de las entrañas. La verdad es que se sorprendía a punto de estirar esa sonrisa idiota que todos los demás observan; y que es idiota, por supuesto, porque nadie se explica la razón de tanta tranquilidad. Entonces pasa la señora Luisa, la del piso cuatro, que todos los días barre la vereda comunitaria y esos veintitantos metros lineales quedan pulcros luego de las tres horas de sobajeo con la escoba y masajeo con la manguera, y esos chorros de agua fría mantienen a una temperatura agradable el frontis del edificio a pesar de los treinta grados que, seguro, habrá a las tres de la tarde. Pasa la señora Lucía y lo mira con desconfianza. Fuma, está sentado en una plazuela a las diez de la mañana, mira el horizonte que está tapado por el block quince y sonríe como si se hubiera ganado la lotería. En resumen, parece un tipo feliz. Seguramente tiene un trastorno mental, dice ella bajito, o es uno de esos degenerados que andan en cueros debajo del abrigo de pelo de camello que le robaron al papá recién muerto, para colocarse cerca de los colegios de niñas y se acuerda cuando ella iba a la panadería con sus mejores amigas a comprar el amasado calientito y se le cruzaba uno de estos enfermos gritando mírenme, chiquillas, vean lo que tengo acá, quién quiere tocármelo, gritaba con los ojos cerrados y las niñas no se espantaban. Al contrario, se abrazaban entre ellas para sostenerse y no terminar en el suelo desencajadas de tanto reírse de la imagen patética de ese pelafustán de piernas resecas y flacas que intentaba sorprenderlas, pero sólo les causaba risa y luego pena. Pero este tipo es distinto. Los degenerados nunca miran de frente y él tiene unos bellos ojos de aceituna y la mirada relajada. El aspira lentamente su cigarrillo, sostiene el humo en los pulmones y suelta las volutas con toda calma. Nadie tiene tanto tiempo en esta ciudad, pero hasta saluda a las palomas, piensa la señora Lucía que lo mira con enojo porque en todo este rato no pudo descifrar la causa de la alegría de Jaime Guerrero. El, desde su asiento se siente observado y la mira un segundo a los ojos y le suelta un buenas tardes, señora, con una voz tan suavemente masculina que la señora Lucía no tiene más alternativa que responderle, buenas…, mientras rememora aquellos días en que era una muchacha hermosa de largo pelo negro y paseaba por la plaza de armas de su pueblo y todos los conscriptos se daban vuelta a mirarla, pero eran muy pocos los que se atrevían a saludarla y sólo los tenientes, alguna vez, le dijeron buenas tardes, señorita, mientras ella paseaba orgullosa con su vestido de domingo, tomada del brazo de su hermana mayor. Le responde y se hunde en su departamento para que no la vean llorar sus penas de solterona y la frustración que le surgió cuando se dio cuenta que habían pasado los años y los muchos pretendientes rechazados por feos, por pobres, por bajos, por demasiado caballeros, por cualquier razón que fuera creíble y se le habían quedado los kilos y la princesita de cuentos que era, desapareció secuestrada por la amargura cuando se convenció que el príncipe azul ya estaba ocupado para siempre.

Jaime, en cambio, no da importancia al paso rápido de la señora que lo miró como se mira a un ratón escarbando en la basura. Es más importante entender la razón de su felicidad interna. El no es de salir gritando a los cuatro vientos. Carece de la capacidad de dejarse llevar por las emociones. Pero no soy insensible, se contesta para adentro. Sabe que es capaz de llorar como viuda de conventillo en las ocasiones menos esperadas, como aquella vez cuando el país tuvo a su primera Miss Universo y no pudo contener las lágrimas al ver a esa muchacha ganando lo que parecía imposible. Entonces, cuando le pusieron la corona y ella se tapó la cara con las manos enguantadas, le dieron ganas de gritar viva chile, mierda, porque al fin y al cabo era la primera vez en su vida que veía una victoria tan colectiva, tan de todos, aunque la minita era del barrio alto, tenía apellido italiano y seguramente se la llevarían al general para que la abrazara y le diera un beso bien jugoso. Pero él sentía que desde el Golpe no había ganado nunca. Incluso cuando creyó que estaba justo del lado de los que iban hacia una victoria segura, todo se vino abajo y calabaza, calabaza, cada uno para su casa, o la casa del vecino, o de algún conocido que me pueda tener un tiempito mientras pasa la repre, porque yo era de esos que la peleaban, caballero. Soy un veterano del ochenta y seis, le dice Jaime al recogedor de basura que está sentado a su lado hace como cinco minutos y éste como que no le entiende y le pregunta si no será del setenta y nueve, pensando que estos loquitos de hoy no saben nada de historia, y Jaime se irrita y le dice que no, que del ochenta y seis, del mil novecientos, de la dictadura, del fascismo, y piensa que este basurero desclasado seguro que nunca se metió en los años duros. Seguro que chapoteaba en cerveza y vino en caja, mientras nosotros nos sacábamos la cresta peleando para que este mismo gil y su familia pudieran vivir en un país libre. ¡¡En un país libre!! ¿¡Oíste!?, repitió casi gritando mientras el otro se iba, afirmado en la manilla del camión recolector pensando que, a propósito de libre, tengo que averiguar si mi sobrino, el Juan, que ya no se puede en pie de tanto que le hace a la pasta, pero es imposible rescatarlo, ya habrá salido de la Peni. Lo tenían en preventiva. Lo llevaron después de la redada masiva. Lo acusan de ser microtraficante. Pero seguro que si anduvieran deteniendo bomberos a él le dirían que es el chofer del carro, así que para adentro sí o sí. Tiene mala cueva mi sobrino, le comenta a Onofre, el otro recolector que se va quedando dormido sobre unas bolsas negras que acomodó como si fueran un bergère de los más finos. El otro día lo encontré en la esquina a dos cuadras del estadio de la Villa. Estaba parado como siempre, con cara de pescado, seguro que sacando la vuelta o escapando del colegio. Me acerqué a preguntarle en qué andaba, pero antes de llegar me dijo váyase de aquí, papito, que estoy trabajando y no puedo conversar con nadie. Tenía un celular de esos bacanes que hay ahora, de esos que tienen lavadora y vista a la cordillera y tú de dónde sacaste eso, le pregunté, pero me dijo que era su herramienta de trabajo que le hacía a las telecomunicaciones, algo así como un call center, pero callejero, ¿me entiende?, pero su colega no entendía nada porque dormía profundo a pesar del mal olor y de los saltos del camión. Y yo dale con que cuéntame qué tipo de trabajo es ése y mi sobrino déle con que váyase de aquí o me van a sacar la cresta, tío. Y estábamos en esa cuando pasaron dos autos de los “tiras” a toda velocidad por el lado nuestro y el Juan que entra en pánico y trata de marcar el número, pero el teléfono se le resbala y de puro nervio no puede hacer nada, mientras me dice que nos jodimos, tío. Se me pasó la “pesca” y va a quedar la cagada allá adentro. Entonces me dice que me vaya mejor porque él ya estaba jodido. Ahí me di cuenta que era un “sapo” de los narcos y que yo lo había distraído con mis preguntas, así que le hice caso y me fui mientras lo veía nervioso caminando hacia el lugar donde se habían metidos los detectives. Lo agarraron de inmediato y lo metieron en una camioneta. Tiene mala cueva mi sobrino, ¿cierto?

El camión se alejaba por la avenida y Jaime Guerrero continuaba su charla interior porque ya se le había pasado la rabia con el basurero. Al fin y al cabo, ese tipo se había ido a meter en medio de sus reflexiones sin que él lo hubiese invitado. Aunque jamás invitaba a nadie a pasar el alto murallón de sus defensas. Había un territorio agreste que costaba mucho traspasar. Ahí vivían en un dorado exilio sus fantasmas; sus monstruos más ocultos pasaban sus días encadenados, esperando que alguien le trajera algo de comer o que un requiebro de la conciencia les permitiera encontrar el eslabón más débil y pudieran salir a correr y a cagar ensuciando los bellos parques de sus recuerdos. Jaime sabía que la única manera de mantener el orden en ese país interno era visitando de vez en cuando aquel lugar prohibido. Antes de ingresar aguantaba la respiración, trataba de dejar colgadas en alguna parte sus intenciones y sus juicios y ataviado con el sayal de sus remordimientos, caminaba hacia adentro en un silencio respetuoso y lleno de temor. Entonces venía hacia él una jauría de malos sueños que se le enredaban en las piernas, le apretaban a la altura de los hombros como queriendo sacarle los huesos, se le metían a la fuerza dentro de la boca y le desfiguraban el rostro tratando de arrancarle un grito o una petición desesperada de piedad no me hagan esto, no quiero más y cuando estaba a punto de rendirse, sentía el peso del silencio alrededor y se encontraba apoyado en sus manos con la cara muy cerca del suelo, babeando como un niño olvidado y aparecía un camino que bordeaba un bosque negro y viscoso corriendo paralelo a él. Como pudo se puso de pie y trató de avanzar por el sendero iluminado apenas por el débil rayo de un sol frío. Entonces sintió que el silencio lo deslizaba como sobre una alfombra de cuentos. A una velocidad constante se introdujo en un vasto coironal de hebras afiladas y duras que le provocaban pequeños y dolorosos cortes en las pantorrillas. Cuando llegó a lo que parecía ser el centro, porque todo era igualmente lejano o ausente, descendió y se encontró desnudo frente a un grupo de ancianos que lo miraban con odio caníbal y le acercaban sus narices frías y pegajosas para olerlo de cerca, murmurando imprecaciones y en medio del círculo estaba él sintiendo como se elevaba la temperatura y empezaban a arderle los brazos y las piernas y los viejos se apartaban con cara de asco y escapaban en distintas direcciones. Entonces escuchaba de lejos la voz tierna de la hija que siempre quiso tener, pero que nadie quiso crear con él. Convencido de que las mujeres no son necesarias para soñar, concibió sin ayuda a su hija a imagen y semejanza de la actriz de cine que adoraba: una gringa rubia, flaca y sin demasiados atributos físicos, pero con una mirada y un gesto de ausencia dolorosa que invitaba a acogerla y admirarla como a una muñeca de porcelana. La creó y la guardó en el centro del tronco de un frondoso abedul que plantó en el patio de atrás de su memoria. La visitaba de vez en cuando y la miraba sonreír, le besaba los dedos de las manos y cuando ella le reclamaba tanto tiempo de ausencia y derramaba lágrimas que parecían cuchillos de hielo desgarrándole el alma, volvía al camino y seguía hacia adentro hasta llegar a un extenso campo de trigo donde dos muchachos jugaban despreocupados a ver quién corre más rápido, que yo soy Batman y tú Superman, o que mejor escóndete que yo soy de la caballería norteamericana y tú eres un indio apache y yo que no quiero ser apache, que quiero ser Sioux, que son más elegantes y no son ladrones y así se abrazan sin pudores y se tiran al suelo pretendiendo ser el más fuerte. Entonces viene una nube espesa y nauseabunda y los rodea en medio de sus risas infantiles que se transforman en gemidos, de pánico en el más pequeño, de sorpresiva parálisis en el más hermoso y uno de ellos se disuelve mientras queda relumbrando el pavor de sus ojos verdes, y el otro se tapa la cara con las manos y no llora. Guarda un silencio desafinado que será su castigo de por vida. Luego intenta gritar, pero antes cae sobre él una lluvia fresca que le limpia la cara, le maquilla el llanto antes de nacer y de pronto camina sobre la calle nevada, va camino al puente de caricatura que atraviesa un río tímido y del otro lado viene el muchacho convertido en un viajero de tiempos inmemoriales que pasa a su lado y lo mira de reojo, pero no le habla y sigue su camino y él queda detenido en medio del puente mientras cae la nieve pero no lo toca porque está en otro lugar al mismo tiempo, lejos del sufrimiento. Recostado en su cama, mira con serenidad el techo de tablas. Cincuenta y cuatro tablas todas iguales, pintadas de blanco “invierno”, un blanco desteñido y sin gracia que no le hace buen homenaje al invierno que él conoce tan de adentro. Esa estación lo puso en alerta ante la vida. Le crió desde pequeño. Le enseñó a medir las lágrimas, a corregir los errores y a vivir sin arrepentimientos. Desde siempre controló todos los minutos que venían a los bebederos de su vida. Pero no era esa la razón de aquella alegría extraña que lo dejaba en blanco cada vez que se detenía a mirar el vacío o simplemente a no pensar en nada como ahora que camina sin rumbo fijo sabiendo que es más importante andar que llegar, pero todas esas filosofías de pacotilla eran tan inútiles como las lecciones de francés que, cuando era muchacho, le daba aquella profesorcita tan bella que cuando apareció en el umbral dejó a toda esa turba de adolescentes tormentosos en un estado de marasmo total, porque durante segundos fueron un conjunto escultórico a la estupidez masculina. Y ella respondió a la cascada de testosterona que se le venía encima con un magistral pase de capa, poniéndose a salvo con la expulsión inmediata del salón de tres o cuatro de los púberes que todavía no terminaban de salir del estado de hipnosis. Ella parecía ser una de aquellas mujeres destinadas a dominarlo todo. Así lo entendieron los alumnos que disfrutaron mirando su cuerpo menudo de veintitrés años recién salido de la universidad: Y ella también lo creyó. Juraba que haciendo clases en ese liceo perdido en el culo del mundo, juntaría dinero suficiente como para partir a su destino señalado. Llegaría un día de sol a París porque así llegaba la gente exitosa a los lugares de película. La lluvia, el frío glacial, los lugares apartados, estaban hechos para ser asilos de poetas y pintores. Ella abrazaría París como si nunca se hubieran separado, aunque la verdad era que jamás se habían encontrado. Pero tantos millones de esperanzados solitarios han pasado por esas calles, y triunfaron, que ella tenía la fe suficiente como para saber que la fama no le sería esquiva. Lo cierto es que jamás se movió del Liceo: ni siquiera hizo clases en el colegio de niñas porque el francés que enseñaba no era para ir a Francia, porque a nadie en Francia le importaría jamás que Monsieur Papini fuera a la boulangerie. Pasaron los años y pasaron también las paliduchas caras de niños con urgencias de hombres que la devoraban cada vez que entraba a una sala. En las tardes se encerraba en la pieza que arrendaba y que era la más pequeña de la casa de la señora Daniça, una yugoeslava que después supo que era croata, pero nunca odió a los serbios porque jamás pudo distinguir a uno. En la soledad de su habitación, sacaba un cuaderno de contabilidad de tapas duras y calculaba cada uno de los gastos que había hecho durante el día, pero siempre llegaba a la triste reflexión de que había gastado de más y que a ese ritmo sólo había ahorrado lo suficiente como para pasar un fin de semana en Buenos Aires. Pero no importa, se decía en un ataque de optimismo. El próximo mes dejo de almorzar, pero se daba cuenta que hacia tres meses que no almorzaba y apenas si comía un pan con quesillo al mediodía. Desolada por la imposibilidad del ahorro, cansada de combatir con las urgencias químicas de sus alumnos, abatida por la soledad del invierno que le desgarraba cualquier atisbo de sonrisa y la condenaba al olvido definitivo, un buen día simplemente cambió de planes y Francia se diluyó a tal punto que no volvió a hablar francés, no hizo más clases y comenzó a visitar hoteles, restaurantes de turistas y galerías comerciales hasta que encontró a un argentino desprevenido que iba de paso por la ciudad. Lo miró con desenfado, lo desnudó hasta dejar al descubierto el más absurdo de sus secretos y cuando él se sintió desprovisto de toda defensa y entendió que su vida dependía de lo que ella dijera, se arrodilló no como un galán sino como un soldado derrotado y le dijo cásate conmigo o no me quedará otra más que pegarme un tiro. Ella le contestó que sí, pero que no se le ocurriera hablar de amor porque se casaba por despecho. Se casaron sin testigos. El oficial del registro civil le pasó un billete a cada uno de los auxiliares que estaban en la oficina ese día, para que se pusieran al lado de los novios que están tan ilusionados, pero no los conoce nadie, les decía el oficial desecho por la mirada vidriosa de la ex profesora de francés que se pasó el resto de la vida administrando un motel y engordando con chocolate casero que era el único que le gustaba. Y nadie supo nada más de ella ni de sus sueños de conquistar París. Y a nadie le importó. Ni a Jaime Guerrero, que camina por la calle principal dispuesto a atravesar la ciudad de tan alegre que está, pero no se le nota, de tan tranquilo que está y hasta se le ablandó la mirada y le dan ganas que nada en la vida sea importante, aunque le critiquen esa forma de vida y le digan que su simpleza es un error. Desde pequeño buscó la vida simple. Solía pasar largas horas con la vista fija en el horizonte, pensando apenas en un paisaje con poca vegetación y hacerlo no le exigía demasiada imaginación porque desde que había nacido ese tipo de escenario natural rodeó sus suspiros de pequeño desolado.

¿Usted no es chileno, cierto?, le interroga la muchacha acercando su cara pequeña hasta asustar a Jaime. No sabe cómo llegó hasta el mesón de ese bar en la Plaza Brasil; tampoco logra descifrar quién es la muchacha que lo mira con insistencia y le repite la pregunta porque usted no es chileno. Me da la impresión que usted anda de paso, ¿me equivoco?, dice la joven y Jaime atina a susurrar que hasta adonde él sabe de su historia familiar, soy chileno ciento por ciento. Magdalena, algo desilusionada, baja la mirada y reitera que no lo pareces. Gracias por tutearme, empezaba a sentirme viejo. Eso es… te sientes viejo y solo. Vives apartado de todo el mundo. No tienes amigos. Por eso no me parecías chileno. Los chilenos son muy buenos para tener amigos. Les gusta andar en patotas. La conversación se torna banal y les consume minutos y cervezas. Jaime ríe con ganas gracias al aliento de agua fresca de Magdalena. Ella lo mira entre asombrada y melancólica. El le cuenta de sus viajes, de los paisajes que conoció cuando desembarcó en Ladrillero o cuando recorrió Managua a bordo de un Mercedes Benz y sintió vergüenza de su privilegio. Ella le dice que de Nicaragua sólo conoce el ron que llegó hace poco a los supermercados. Y de tanto decirse cosas, Jaime se pierde en el laberinto y se divorcia del reloj. Un mozo les avisa que van a cerrar y que alguien tiene que pagar la cuenta. Discuten entre risas y suaves forcejeos asegurando que tu dinero no tiene valor aquí y que de todas maneras pago yo porque soy un caballero y ella le dice al oído, pero la próxima vez pago yo. Jaime sonríe. Magdalena le ha ahorrado un gran problema: nunca ha sido bueno para relacionarse y acepta encantado cualquier ayuda cuando la compañía le agrada. Magdalena es menuda y tiene el pelo negro y suave que cae con gracia sobre sus hombros. No quiero parecer descortés, pero noto un brillo en tus ojos que me tiene inquieto. Lo he visto en otros ojos y he perdido la cabeza internándome en junglas espesas. ¿Crees que me quiero acostar contigo? Le asalta Magdalena sin perder la alegría serena en el rostro. Jaime apenas logra coordinar la respiración, ahogado por la sensación de sentirse sorprendido como un estúpido.

-       No quería decir eso.

-       Pero lo insinuaste.

-       ¿Cierto que no quieres?, le dice él tratando de escapar hacia delante.

-       Sí, sí quiero, contesta Magdalena desafiante, pero ya me di cuenta que tú tienes miedo.

-       No es miedo. No uses el típico argumento de mina despechada. Ni tengo miedo, ni soy marica, ni sufro de impotencia. Simplemente, no me gustan las niñas. Y por lo que parece, te duplico la edad.

-       Puede ser entretenido.

-       Puede ser…. Pero moriré con la duda.

 

Jaime se acerca y le da un beso suave en la frente y piensa que debió nacer veinte años después. Magdalena suspira y piensa que debió nacer veinte años antes.

-       ¿Pero me puedes ir a dejar? Dice ella apelando a la última munición de su artillería.

-       Si te voy a dejar, me quedo.

-       Lo cortés no quita lo valiente.

-       Soldado que escapa…. Intenta retrucar Jaime, pero ambos ceden a una tentación de risa que es cada vez más sonora y les provoca lágrimas. Se abrazan, pero ya no hay miradas suspendidas ni cuerpos temblorosos. Son dos cómplices en medio de la noche de Santiago.

(PATRICIO AGUILAR C. - 2010)

PAISAJE DE BARRIO (2009)

 

PAISAJE DE BARRIO

 

 

Nada parece alterarlo. La noche está tranquila. El espacio es pequeño, pero es lo que siempre quiso tener. Desde que se alejó de su casa natal, sus sueños se limitaron a la búsqueda del silencio como una recompensa. Permanecer en calma frente a la ventana, como cualquier domingo, a eso de las tres de la tarde, cuando en todas las casas del barrio hay gente que mira por la ventana pero nadie se interrumpe. Como en una carretera de ojos perfectamente organizada, una docena de hombres y mujeres miran, sin cruzar miradas, hacia la calle; nadie espera nada de la vida ni de la tarde. Nadie tiene la más mínima tentación de ser noticia al día siguiente. Es domingo y lo más importante, sin que por ello tenga alguna importancia, es mirar hacia la calle, hacia los plátanos orientales que adornan las veredas, al cemento caliente de esa tarde de marzo. Cada mirada tiene su propio espacio y circula sin inmiscuirse en el mundo visual del vecino que es abogado y que sale cada mañana como a las ocho y corre al paradero de buses, porque nadie sabe en qué gasta todo lo que gana, pero en los años que lleva viviendo acá nunca se ha comprado auto. Y es soltero, para peor de males. La vecina de la esquina contraria comentaba en la panadería que, a esa casa, entran siempre mujeres distintas. Claro que hay dos departamentos y en el segundo piso vive otro hombre que también es soltero. Pero el caballero de arriba no es menos extraño. Sale temprano y llega tarde. Mírelo. Ahí está afirmado en la ventana. No habla con nadie. Por lo general viene una tipa en un auto y lo espera, pero casi nunca se encuentran porque él llega casi siempre una media hora después que ella se va. Raro el caballero. A veces se le escucha cantar hasta tarde y me dan ganas de hacerlo callar porque la gente decente se acuesta temprano porque al otro día hay que ir a ganarse los porotos, pero me arrepiento porque algunas canciones me hacen acordar de mis tiempos mozos en el sur, entonces lo dejo que cante, porque es bueno que haya alguien feliz en esta calle, señor, porque no todos somos felices. Nos cuesta mucho reír. Sucede que aquí ha pasado muchas veces la muerte. No… no es una metáfora. Ha pasado, de pasar, de estar ella misma acá, tomándose una cerveza con nosotros, contándonos cuentos de terror. Y ella se ríe mucho mientras nosotros la miramos con cara de ¿seré yo? Y ella cuenta cuentos, cuenta chistes, toma cerveza, dormita un rato largo, y nosotros ahí mismo, mirándola sin pestañear, esperando que despierte y le diga a cualquiera que ya es la hora, que vamos, que la barca está por partir, que llegó el momento, entra por este túnel, o cualquiera de esas estupideces que vamos aprendiendo desde chiquillos, porque antes que le tomemos saborcito a la vida nos empiezan a exigir que nos arrepintamos de lo que no hemos hecho. Pero nada de eso pasa. La muerte se despierta, nos sorprende con un estirón de huesos y en vez de la frase para el bronce, se limita a pedir permiso para pasar al baño porque ha tomado demasiada cerveza. Entonces la seguimos hasta que ella cierra la puerta del excusado y escuchamos el chorro cantarín de su orina cayendo en la taza. Alguien saca la voz como puede y pregunta: ¿Y si esa cabrona no es la muerte?, pero nadie se atreve a comprobarlo. Estamos en esa cuando la Muerte sale del baño y pregunta por el nombre de una calle que queda a tres cuadras de acá. Ustedes me atendieron bien, nos dice sonriendo amistosamente. Por ahora me voy a conformar con llevarme al peluquero de esa calle. La señora Marta hace el ademán de intentar la defensa del peluquero, pero ante la posibilidad de que la Muerte se arrepienta y se lleve a cualquiera, prefiere hundirse tres dedos en la boca y comienza a comerse las uñas como cuando era una colegiala y el papá le frotaba los dedos con ají verde para que abandones esa costumbre de chiquilla pobre. Pero ella no lo hacía por un asunto de clase. Lo suyo era ansiedad y no sabría hasta muchos años después cuál era la razón de ese estado nervioso.

Esteban, el hijo de la señora Marta, pregunta entre susurros: ¿Entonces no se muere ninguno de nosotros? Y la Muerte, que está como distante, lo mira fijo a los ojos y le dice que no te hagas ilusiones, pendejito, porque tú estás en mi lista. Esteban se retuerce de miedo. La señora Marta se retuerce de dolor. El resto se estremece esperando que esta vez sea cierto y se lleve rápido al inútil que ha dedicado sus veinte años a chuparle la sangre a su madre que hace pan amasado y empanadas desde las cinco y hasta las ocho de la mañana; desde las diez, limpia la casa de la doctora Vidal que vive en los departamentos que dan a la Costanera. A las cuatro de la tarde se sube a un micro y llega a su casa para lavar los uniformes de la Compañía de Bomberos o las sábanas del motel que funciona al lado del edificio donde vive hace catorce años, cuando su marido murió de una extraña enfermedad que lo secó por dentro y se deshidrató en pocas horas. Empezó a perder todo tipo de líquidos como si hubieran abierto todas las esclusas de su cuerpo y terminó casi adherido a las sábanas, exprimido e irreconocible en el pergamino de su piel que se fue deshojando mientras lo movían para ponerlo en el ataúd. En fin, la señora Marta apenas duerme tres horas al día y con un ojo abierto para que su querido Esteban no le robe los pocos pesos que guarda en su cajita de costuras, para gastarlos en el Pepito-Paga-Doble que organiza Juan Gaínza, que hace mucho tiempo fue profesor de inglés, después fue pintor de brocha gorda y barrendero municipal, pero terminó un par de años en la cárcel por robarle el sueldo a uno de sus jefes. Ahí dentro aprendió a ganarse la vida honradamente. Se hizo microempresario del esparcimiento. Aprendió a barajar como los dioses y hasta su palo blanco se equivoca de verdad cuando se dispara a revolver las fichas como un endemoniado, e incluso pone una cuarta ficha en vez de la marcada, todo de una vez. Por supuesto, Esteban nunca ha ganado ni un centavo y tampoco le interesa. Para Esteban lo importante es ver a Juan Gainza moviendo las fichas, poniendo ésta aquí, sacando la otra de allá, diciendo que ésta es que ésta no es, no se equivoquen y hagan sus apuestas. Y para Esteban todo eso es poesía pura, un himno arrebatador que le dice que ahí está su vocación y que daría cualquier cosa para que Juan Gaínza le enseñe su arte, pero no se atreve a decirle por temor a que se ría en su cara. Entonces, calladamente, coloca las monedas o los billetes de luca que le robó a la señora Marta, con la parsimonia de quien compra un boleto de palco en la ópera del mes. Oiga, yo creo que este muchacho no es tan imbécil como lo pintan. Para mí que es más sensible que el resto.

Pero yo le estaba contando por qué nos cuesta tanto reír. Este es un barrio donde nunca pasa nada, señor. O casi nada, para no parecer exagerado. Claro, la otra vez vimos todos cuando asaltaron a la profesora de piano de la tercera casa de la vereda del frente. La de postigos café, ¿la ve? Ahí vive una señorita que debe tener como… bueno, qué importa su edad. Lo que está claro es que la dejó el tren. Nadie la quiso ¿me entiende? Y vive de sus clases de piano. Parece que vive siempre suspendida en una idea inconclusa. Se nota cuando camina hasta el almacén. Me gusta verla caminar. Es como una ceremonia y la cumple con rigurosa disciplina. Sale de su casa, cierra la puerta y da tres vueltas a la llave. La guarda y la pone en el bolsillo derecho de su abrigo de lana. Camina tres pasos largos hasta la cerca de madera. La cierra y pasa el pestillo sin hacer ruido. Compra lo primero que encuentra porque apenas come. Una de esas noches, cuando regresaba a su casa con un quesillo en las manos como quien pasea una imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, se le atravesaron dos tipos para robarle. Ella se detuvo y no dijo nada mientras esos roticuacos la subían y bajaban a insultos. Ni le cuento todo lo que le gritaban y ella ahí delante de ellos sin decir nada. Nos dimos cuenta de lo que estaba pasando porque ellos gritaban mucho y era tal la cantidad de garabatos que llenaba la calle y entraba por las ventanas como murciélagos asustados, que todo el vecindario asomó la cabeza por las ventanas al mismo tiempo. Ahí vimos el espectáculo que nos dejó a todos con la boca abierta. Los dos bandidos insultaban a la profesora de piano y ella, flaca y transparente en su palidez, iba desapareciendo poco a poco, como si quisiera estar en otro lugar. Fue tan evidente su transformación que los insultos se fueron desvaneciendo con ella. Los malandras se quedaron en silencio y empezaron a sollozar y después a llorar como niños mal criados. La muchacha seguía ahí en medio de la vereda con los ojos fijos en nada, esfumándose con la suavidad de un suspiro. Algunos quisieron acercarse para intervenir, pero nadie supo con claridad si había que rescatarla a ella o a los dos miserables que lloraban arrodillados suplicando por sus vidas. La profesora de piano, apenas dejó un pequeño charco azul fosforescente ahí donde estuvieron sus pies. Todos los vecinos pensamos que la escena aquella era tan maravillosa que nos quedamos petrificados en las ventanas. Pero, unos segundos después, don Joaquín comentó en voz alta que no había música de fondo. La Estelita esperó un rato más para saber si era una cámara escondida. Feña, el conserje del edificio de departamentos, se aburrió casi de inmediato pensando que ese truco lo había visto en televisión pero que a la modelo se le abr

ía el sostén y eso era lo bueno. En fin, al poco rato nadie miraba y todos volvían a sus quehaceres habituales. Como le digo, en este barrio casi nunca pasan cosas interesantes. Yo fui el último que creyó que esto era un milagro, pero al día siguiente la vi salir con su abrigo de lanilla de siempre y su mirada quieta, caminando como si la vida fuera un trámite. Desde entonces, a mí me cuesta reír porque perdí la ilusión. No hay nada peor que vivir con esa sensación de orfandad, de haber quedado en la vereda opuesta de la felicidad. Porque entonces uno gasta el poco tiempo que tiene en mirar por la ventana. Ve pasar a los niños o a los jóvenes con su insolente inquietud de cachorros jugando a vivir. Ve como florecen los árboles y luego pierden las hojas y, más tarde, impregnan con su aroma dulzón nuestras ropas viejas y las sábanas nostálgicas que cuelgan en los cordeles o en los balcones. ¿Ha olido usted cómo es un atardecer en estos barrios antiguos? ¿Ha contemplado el silencio? Me dice mirándome sin esperanza, mientras se aleja y queda su cuerpo algo curvado apoyado en la ventana, que se aleja y se pierde como un túnel oscuro en medio de la madreselva, que se aleja y se confunde en la tonalidad verdosa con las hojas de los plátanos orientales, que se alejan y son apenas una mancha que flanquea la calle estrecha, que se aleja y es parte de otras calles que son el barrio, que se aleja y todo es un múltiple estallido de puntos infinitesimales que conforma miles de vidas, que murmuran tejiendo un mundo, uno solo, un invisible punto en un rincón olvidado de una galaxia que llora su inexplicable soledad.

 

(Patricio Aguilar C. – 2009)

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Camino a la Libertad Interior


Llegó un momento en que me pregunté: ¿Y qué tal si enfrento el resto de los días desde el silencio total?

No obtuve respuesta.

Volví a preguntar: ¿Y qué pasa si ya no opino más y dejo que todo suceda sin que lo estorbe o intente modificarlo?

No obtuve respuesta.

Muchas veces me hice preguntas siempre pensando cómo obtener la calma y la paz total. Nunca obtuve respuestas.

Finalmente, pasé mucho tiempo sin preguntar nada. Sin dudar ni aspirar a nada.

De pronto me sentí tranquilo y satisfecho. La respuesta había llegado sin que yo la preguntara.

lunes, 10 de septiembre de 2007

La Fiebre del Náufrago


¿Cómo se puede entender que el oficio de la escritura, como cualquier oficio, se practique con tanta irregularidad?

Pues me ha sucedido. He debido soportar largos días, (y hasta semanas) sentado sobre mi tabla de náufrago, en medio de la mar inmensa, sumido en el más oscuro de los silencios, con la vista fija en el horizonte, a ver si aparece un barco (o un pequeño bote) que me salve y me lleve hasta la orilla.

Me crece la barba. La ropa se me deshace en jirones. Nada. La monotonía es absoluta y cunde la desazón. Moriré de fiebre o de silencio total. Quise ser un gran escritor y no soy más que un escribidor a tientas. Uno que se quedó a mitad de camino.

Quise rendirme. Pero cuando ya me acomodaba para que la muerte me encontrara confesado, me vino una ira de esas incontenibles. Me levanté con tanta energía que perdí el equilibrio y fui a chapotear en el agua fría. Pude entender que a pesar de mi cambio de ánimo seguía siendo el mismo navegante sin embarcación.

Con el cuerpo frío y el orgullo empapado empecé a bracear.

Llevo varios días en esto de buscar la costa. Aún no veo nada en la línea del horizonte, pero el agua es menos espesa y el clima empieza a ser algo más benigno. Sobre todo, tengo la certeza que avanzando se llega a la meta.

Lo bueno es que antes de peder la calma pensaba que me iban a recibir como un héroe de película cuando llegara a puerto. Ahora apenas aspiro a una pequeña playa desierta con un bosque que me dé la sombra suficiente para no morir antes de tiempo.

Nada como morir en el momento justo.

martes, 12 de junio de 2007

DESPLUTONIZACIÓN


Hace casi un año, un planeta fue defenestrado de su condición de tal. Científicos ansiosos de figuración, autoproclamados censores planetarios, relegaron a Plutón a una condición menor como si nuestro malherido planeta fuera el centro del universo. ahí tuvo su origen el siguiente texto. Mientras no surja un movimiento universal que lo reivindique, la lucha por los derechos de Plutón continuará vigente al menos en esta generación de cómplices vivos.


DESPLUTONIZACIÓN


Miren lo que son las cosas. Hasta hace pocos días éramos nueve planetas en un sistema solar que no le importaba a nadie. La famosa Vía Láctea está en un rincón perdido en uno de los barrios marginales del Universo. Nuestro Sol, por cuya ubicación y grado de importancia se mató a tanto hereje tirado a inteligente y visionario en tiempos que no se debía, es una estrellita tan importante como una ampolleta de 25 watts en medio de un estadio. Y alrededor de esa porquería insignificante, giramos nosotros, pequeño guijarro que depende de ese cabo de vela. Y nosotros decidimos sin asco ni vergüenza, degradar deshonrosamente a Plutón de su calidad de planeta. Nunca sabremos, porque somos soberbios, cuál fue el impacto de semejante noticia en la opinión pública plutoniana. Capaz que los plutonitas estén reventados de risa, (los que quisieron darle importancia a la desconocida terrícola) y estén explicándole a sus congéneres que no hay nada de qué preocuparse. Miren que venir a decirnos ellos lo que somos o no somos... ellos que hasta hace poco creían que Dios habitaba en el Cielo y que un tipo, por el simple expediente de su color de piel, era más que otro. Esos terrestres se están volviendo locos. (27 AGOSTO 2006)

ELEGÍA VÍVIDA A ARISTÓTELES ESPAÑA

Hasta entonces era silencio. Libros y silencio,  largas tardes y silencio; invisible hasta el aburrimiento en un lugar invisible, entre los ...