DE NOCHE, NO TODOS LOS GATOS SON NEGROS
Y es que no
podía concebir esa tranquilidad que lo cruzaba cada vez que se sentaba mirando
a la gente pasar desde la banquita junto al árbol. Demoraba un rato aguantando
la respiración mientras el aire le recorría, centímetro a centímetro, todos los
resquicios de las entrañas. La verdad es que se sorprendía a punto de estirar
esa sonrisa idiota que todos los demás observan; y que es idiota, por supuesto,
porque nadie se explica la razón de tanta tranquilidad. Entonces pasa la señora
Luisa, la del piso cuatro, que todos los días barre la vereda comunitaria y
esos veintitantos metros lineales quedan pulcros luego de las tres horas de
sobajeo con la escoba y masajeo con la manguera, y esos chorros de agua fría
mantienen a una temperatura agradable el frontis del edificio a pesar de los
treinta grados que, seguro, habrá a las tres de la tarde. Pasa la señora Lucía
y lo mira con desconfianza. Fuma, está sentado en una plazuela a las diez de la
mañana, mira el horizonte que está tapado por el block quince y sonríe como si se hubiera ganado la lotería. En
resumen, parece un tipo feliz. Seguramente tiene un trastorno mental, dice ella
bajito, o es uno de esos degenerados que andan en cueros debajo del abrigo de
pelo de camello que le robaron al papá recién muerto, para colocarse cerca de
los colegios de niñas y se acuerda cuando ella iba a la panadería con sus
mejores amigas a comprar el amasado calientito y se le cruzaba uno de estos
enfermos gritando mírenme, chiquillas, vean lo que tengo acá, quién quiere
tocármelo, gritaba con los ojos cerrados y las niñas no se espantaban. Al
contrario, se abrazaban entre ellas para sostenerse y no terminar en el suelo
desencajadas de tanto reírse de la imagen patética de ese pelafustán de piernas
resecas y flacas que intentaba sorprenderlas, pero sólo les causaba risa y
luego pena. Pero este tipo es distinto. Los degenerados nunca miran de frente y
él tiene unos bellos ojos de aceituna y la mirada relajada. El aspira
lentamente su cigarrillo, sostiene el humo en los pulmones y suelta las volutas
con toda calma. Nadie tiene tanto tiempo en esta ciudad, pero hasta saluda a
las palomas, piensa la señora Lucía que lo mira con enojo porque en todo este
rato no pudo descifrar la causa de la alegría de Jaime Guerrero. El, desde su
asiento se siente observado y la mira un segundo a los ojos y le suelta un
buenas tardes, señora, con una voz tan suavemente masculina que la señora Lucía
no tiene más alternativa que responderle, buenas…, mientras rememora aquellos
días en que era una muchacha hermosa de largo pelo negro y paseaba por la plaza
de armas de su pueblo y todos los conscriptos se daban vuelta a mirarla, pero
eran muy pocos los que se atrevían a saludarla y sólo los tenientes, alguna
vez, le dijeron buenas tardes, señorita, mientras ella paseaba orgullosa con su
vestido de domingo, tomada del brazo de su hermana mayor. Le responde y se
hunde en su departamento para que no la vean llorar sus penas de solterona y la
frustración que le surgió cuando se dio cuenta que habían pasado los años y los
muchos pretendientes rechazados por feos, por pobres, por bajos, por demasiado
caballeros, por cualquier razón que fuera creíble y se le habían quedado los
kilos y la princesita de cuentos que era, desapareció secuestrada por la
amargura cuando se convenció que el príncipe azul ya estaba ocupado para
siempre.
Jaime, en
cambio, no da importancia al paso rápido de la señora que lo miró como se mira
a un ratón escarbando en la basura. Es más importante entender la razón de su felicidad
interna. El no es de salir gritando a los cuatro vientos. Carece de la
capacidad de dejarse llevar por las emociones. Pero no soy insensible, se
contesta para adentro. Sabe que es capaz de llorar como viuda de conventillo en
las ocasiones menos esperadas, como aquella vez cuando el país tuvo a su
primera Miss Universo y no pudo contener las lágrimas al ver a esa muchacha
ganando lo que parecía imposible. Entonces, cuando le pusieron la corona y ella
se tapó la cara con las manos enguantadas, le dieron ganas de gritar viva
chile, mierda, porque al fin y al cabo era la primera vez en su vida que veía
una victoria tan colectiva, tan de todos, aunque la minita era del barrio alto,
tenía apellido italiano y seguramente se la llevarían al general para que la
abrazara y le diera un beso bien jugoso. Pero él sentía que desde el Golpe no
había ganado nunca. Incluso cuando creyó que estaba justo del lado de los que
iban hacia una victoria segura, todo se vino abajo y calabaza, calabaza, cada
uno para su casa, o la casa del vecino, o de algún conocido que me pueda tener
un tiempito mientras pasa la repre, porque yo era de esos que la peleaban,
caballero. Soy un veterano del ochenta y seis, le dice Jaime al recogedor de
basura que está sentado a su lado hace como cinco minutos y éste como que no le
entiende y le pregunta si no será del setenta y nueve, pensando que estos
loquitos de hoy no saben nada de historia, y Jaime se irrita y le dice que no,
que del ochenta y seis, del mil novecientos, de la dictadura, del fascismo, y
piensa que este basurero desclasado seguro que nunca se metió en los años
duros. Seguro que chapoteaba en cerveza y vino en caja, mientras nosotros nos
sacábamos la cresta peleando para que este mismo gil y su familia pudieran
vivir en un país libre. ¡¡En un país libre!! ¿¡Oíste!?, repitió casi gritando
mientras el otro se iba, afirmado en la manilla del camión recolector pensando
que, a propósito de libre, tengo que averiguar si mi sobrino, el Juan, que ya
no se puede en pie de tanto que le hace a la pasta, pero es imposible rescatarlo,
ya habrá salido de la Peni. Lo tenían en preventiva. Lo llevaron después de la
redada masiva. Lo acusan de ser microtraficante. Pero seguro que si anduvieran
deteniendo bomberos a él le dirían que es el chofer del carro, así que para
adentro sí o sí. Tiene mala cueva mi sobrino, le comenta a Onofre, el otro
recolector que se va quedando dormido sobre unas bolsas negras que acomodó como
si fueran un bergère de los más finos. El otro día lo encontré en la esquina a
dos cuadras del estadio de la Villa. Estaba parado como siempre, con cara de
pescado, seguro que sacando la vuelta o escapando del colegio. Me acerqué a preguntarle
en qué andaba, pero antes de llegar me dijo váyase de aquí, papito, que estoy trabajando y no puedo
conversar con nadie. Tenía un celular de esos bacanes que hay ahora, de esos que
tienen lavadora y vista a la cordillera y tú de dónde sacaste eso, le pregunté,
pero me dijo que era su herramienta de trabajo que le hacía a las
telecomunicaciones, algo así como un call
center, pero callejero, ¿me entiende?, pero su colega no entendía nada
porque dormía profundo a pesar del mal olor y de los saltos del camión. Y yo
dale con que cuéntame qué tipo de trabajo es ése y mi sobrino déle con que
váyase de aquí o me van a sacar la cresta, tío. Y estábamos en esa cuando
pasaron dos autos de los “tiras” a toda velocidad por el lado nuestro y el Juan
que entra en pánico y trata de marcar el número, pero el teléfono se le resbala
y de puro nervio no puede hacer nada, mientras me dice que nos jodimos, tío. Se
me pasó la “pesca” y va a quedar la cagada allá adentro. Entonces me dice que
me vaya mejor porque él ya estaba jodido. Ahí me di cuenta que era un “sapo” de
los narcos y que yo lo había distraído con mis preguntas, así que le hice caso
y me fui mientras lo veía nervioso caminando hacia el lugar donde se habían
metidos los detectives. Lo agarraron de inmediato y lo metieron en una
camioneta. Tiene mala cueva mi sobrino, ¿cierto?
El camión
se alejaba por la avenida y Jaime Guerrero continuaba su charla interior porque
ya se le había pasado la rabia con el basurero. Al fin y al cabo, ese tipo se
había ido a meter en medio de sus reflexiones sin que él lo hubiese invitado.
Aunque jamás invitaba a nadie a pasar el alto murallón de sus defensas. Había
un territorio agreste que costaba mucho traspasar. Ahí vivían en un dorado
exilio sus fantasmas; sus monstruos más ocultos pasaban sus días encadenados,
esperando que alguien le trajera algo de comer o que un requiebro de la
conciencia les permitiera encontrar el eslabón más débil y pudieran salir a
correr y a cagar ensuciando los bellos parques de sus recuerdos. Jaime sabía
que la única manera de mantener el orden en ese país interno era visitando de
vez en cuando aquel lugar prohibido. Antes de ingresar aguantaba la
respiración, trataba de dejar colgadas en alguna parte sus intenciones y sus
juicios y ataviado con el sayal de sus remordimientos, caminaba hacia adentro
en un silencio respetuoso y lleno de temor. Entonces venía hacia él una jauría
de malos sueños que se le enredaban en las piernas, le apretaban a la altura de
los hombros como queriendo sacarle los huesos, se le metían a la fuerza dentro
de la boca y le desfiguraban el rostro tratando de arrancarle un grito o una
petición desesperada de piedad no me hagan esto, no quiero más y cuando estaba
a punto de rendirse, sentía el peso del silencio alrededor y se encontraba
apoyado en sus manos con la cara muy cerca del suelo, babeando como un niño
olvidado y aparecía un camino que bordeaba un bosque negro y viscoso corriendo
paralelo a él. Como pudo se puso de pie y trató de avanzar por el sendero
iluminado apenas por el débil rayo de un sol frío. Entonces sintió que el
silencio lo deslizaba como sobre una alfombra de cuentos. A una velocidad
constante se introdujo en un vasto coironal de hebras afiladas y duras que le
provocaban pequeños y dolorosos cortes en las pantorrillas. Cuando llegó a lo
que parecía ser el centro, porque todo era igualmente lejano o ausente, descendió
y se encontró desnudo frente a un grupo de ancianos que lo miraban con odio
caníbal y le acercaban sus narices frías y pegajosas para olerlo de cerca, murmurando
imprecaciones y en medio del círculo estaba él sintiendo como se elevaba la
temperatura y empezaban a arderle los brazos y las piernas y los viejos se
apartaban con cara de asco y escapaban en distintas direcciones. Entonces
escuchaba de lejos la voz tierna de la hija que siempre quiso tener, pero que
nadie quiso crear con él. Convencido de que las mujeres no son necesarias para
soñar, concibió sin ayuda a su hija a imagen y semejanza de la actriz de cine
que adoraba: una gringa rubia, flaca y sin demasiados atributos físicos, pero
con una mirada y un gesto de ausencia dolorosa que invitaba a acogerla y
admirarla como a una muñeca de porcelana. La creó y la guardó en el centro del
tronco de un frondoso abedul que plantó en el patio de atrás de su memoria. La
visitaba de vez en cuando y la miraba sonreír, le besaba los dedos de las manos
y cuando ella le reclamaba tanto tiempo de ausencia y derramaba lágrimas que
parecían cuchillos de hielo desgarrándole el alma, volvía al camino y seguía
hacia adentro hasta llegar a un extenso campo de trigo donde dos muchachos
jugaban despreocupados a ver quién corre más rápido, que yo soy Batman y tú
Superman, o que mejor escóndete que yo soy de la caballería norteamericana y tú
eres un indio apache y yo que no quiero ser apache, que quiero ser Sioux, que
son más elegantes y no son ladrones y así se abrazan sin pudores y se tiran al
suelo pretendiendo ser el más fuerte. Entonces viene una nube espesa y
nauseabunda y los rodea en medio de sus risas infantiles que se transforman en
gemidos, de pánico en el más pequeño, de sorpresiva parálisis en el más hermoso
y uno de ellos se disuelve mientras queda relumbrando el pavor de sus ojos
verdes, y el otro se tapa la cara con las manos y no llora. Guarda un silencio
desafinado que será su castigo de por vida. Luego intenta gritar, pero antes
cae sobre él una lluvia fresca que le limpia la cara, le maquilla el llanto
antes de nacer y de pronto camina sobre la calle nevada, va camino al puente de
caricatura que atraviesa un río tímido y del otro lado viene el muchacho
convertido en un viajero de tiempos inmemoriales que pasa a su lado y lo mira
de reojo, pero no le habla y sigue su camino y él queda detenido en medio del
puente mientras cae la nieve pero no lo toca porque está en otro lugar al mismo
tiempo, lejos del sufrimiento. Recostado en su cama, mira con serenidad el
techo de tablas. Cincuenta y cuatro tablas todas iguales, pintadas de blanco
“invierno”, un blanco desteñido y sin gracia que no le hace buen homenaje al
invierno que él conoce tan de adentro. Esa estación lo puso en alerta ante la
vida. Le crió desde pequeño. Le enseñó a medir las lágrimas, a corregir los
errores y a vivir sin arrepentimientos. Desde siempre controló todos los
minutos que venían a los bebederos de su vida. Pero no era esa la razón de
aquella alegría extraña que lo dejaba en blanco cada vez que se detenía a mirar
el vacío o simplemente a no pensar en nada como ahora que camina sin rumbo fijo
sabiendo que es más importante andar que llegar, pero todas esas filosofías de
pacotilla eran tan inútiles como las lecciones de francés que, cuando era
muchacho, le daba aquella profesorcita tan bella que cuando apareció en el
umbral dejó a toda esa turba de adolescentes tormentosos en un estado de
marasmo total, porque durante segundos fueron un conjunto escultórico a la
estupidez masculina. Y ella respondió a la cascada de testosterona que se le
venía encima con un magistral pase de capa, poniéndose a salvo con la expulsión
inmediata del salón de tres o cuatro de los púberes que todavía no terminaban
de salir del estado de hipnosis. Ella parecía ser una de aquellas mujeres
destinadas a dominarlo todo. Así lo entendieron los alumnos que disfrutaron
mirando su cuerpo menudo de veintitrés años recién salido de la universidad: Y
ella también lo creyó. Juraba que haciendo clases en ese liceo perdido en el culo
del mundo, juntaría dinero suficiente como para partir a su destino señalado.
Llegaría un día de sol a París porque así llegaba la gente exitosa a los
lugares de película. La lluvia, el frío glacial, los lugares apartados, estaban
hechos para ser asilos de poetas y pintores. Ella abrazaría París como si nunca
se hubieran separado, aunque la verdad era que jamás se habían encontrado. Pero
tantos millones de esperanzados solitarios han pasado por esas calles, y
triunfaron, que ella tenía la fe suficiente como para saber que la fama no le
sería esquiva. Lo cierto es que jamás se movió del Liceo: ni siquiera hizo
clases en el colegio de niñas porque el francés que enseñaba no era para ir a
Francia, porque a nadie en Francia le importaría jamás que Monsieur Papini fuera a la boulangerie.
Pasaron los años y pasaron también las paliduchas caras de niños con urgencias
de hombres que la devoraban cada vez que entraba a una sala. En las tardes se
encerraba en la pieza que arrendaba y que era la más pequeña de la casa de la
señora Daniça, una yugoeslava que después supo que era croata, pero nunca odió
a los serbios porque jamás pudo distinguir a uno. En la soledad de su habitación,
sacaba un cuaderno de contabilidad de tapas duras y calculaba cada uno de los
gastos que había hecho durante el día, pero siempre llegaba a la triste
reflexión de que había gastado de más y que a ese ritmo sólo había ahorrado lo
suficiente como para pasar un fin de semana en Buenos Aires. Pero no importa,
se decía en un ataque de optimismo. El próximo mes dejo de almorzar, pero se
daba cuenta que hacia tres meses que no almorzaba y apenas si comía un pan con
quesillo al mediodía. Desolada por la imposibilidad del ahorro, cansada de
combatir con las urgencias químicas de sus alumnos, abatida por la soledad del
invierno que le desgarraba cualquier atisbo de sonrisa y la condenaba al olvido
definitivo, un buen día simplemente cambió de planes y Francia se diluyó a tal
punto que no volvió a hablar francés, no hizo más clases y comenzó a visitar hoteles,
restaurantes de turistas y galerías comerciales hasta que encontró a un
argentino desprevenido que iba de paso por la ciudad. Lo miró con desenfado, lo
desnudó hasta dejar al descubierto el más absurdo de sus secretos y cuando él
se sintió desprovisto de toda defensa y entendió que su vida dependía de lo que
ella dijera, se arrodilló no como un galán sino como un soldado derrotado y le
dijo cásate conmigo o no me quedará otra más que pegarme un tiro. Ella le
contestó que sí, pero que no se le ocurriera hablar de amor porque se casaba
por despecho. Se casaron sin testigos. El oficial del registro civil le pasó un
billete a cada uno de los auxiliares que estaban en la oficina ese día, para
que se pusieran al lado de los novios que están tan ilusionados, pero no los
conoce nadie, les decía el oficial desecho por la mirada vidriosa de la ex
profesora de francés que se pasó el resto de la vida administrando un motel y
engordando con chocolate casero que era el único que le gustaba. Y nadie supo
nada más de ella ni de sus sueños de conquistar París. Y a nadie le importó. Ni
a Jaime Guerrero, que camina por la calle principal dispuesto a atravesar la
ciudad de tan alegre que está, pero no se le nota, de tan tranquilo que está y
hasta se le ablandó la mirada y le dan ganas que nada en la vida sea
importante, aunque le critiquen esa forma de vida y le digan que su simpleza es
un error. Desde pequeño buscó la vida simple. Solía pasar largas horas con la
vista fija en el horizonte, pensando apenas en un paisaje con poca vegetación y
hacerlo no le exigía demasiada imaginación porque desde que había nacido ese
tipo de escenario natural rodeó sus suspiros de pequeño desolado.
¿Usted no
es chileno, cierto?, le interroga la muchacha acercando su cara pequeña hasta
asustar a Jaime. No sabe cómo llegó hasta el mesón de ese bar en la Plaza
Brasil; tampoco logra descifrar quién es la muchacha que lo mira con
insistencia y le repite la pregunta porque usted no es chileno. Me da la
impresión que usted anda de paso, ¿me equivoco?, dice la joven y Jaime atina a
susurrar que hasta adonde él sabe de su historia familiar, soy chileno ciento
por ciento. Magdalena, algo desilusionada, baja la mirada y reitera que no lo
pareces. Gracias por tutearme, empezaba a sentirme viejo. Eso es… te sientes
viejo y solo. Vives apartado de todo el mundo. No tienes amigos. Por eso no me
parecías chileno. Los chilenos son muy buenos para tener amigos. Les gusta
andar en patotas. La conversación se torna banal y les consume minutos y
cervezas. Jaime ríe con ganas gracias al aliento de agua fresca de Magdalena.
Ella lo mira entre asombrada y melancólica. El le cuenta de sus viajes, de los
paisajes que conoció cuando desembarcó en Ladrillero o cuando recorrió Managua
a bordo de un Mercedes Benz y sintió vergüenza de su privilegio. Ella le dice
que de Nicaragua sólo conoce el ron que llegó hace poco a los supermercados. Y
de tanto decirse cosas, Jaime se pierde en el laberinto y se divorcia del
reloj. Un mozo les avisa que van a cerrar y que alguien tiene que pagar la
cuenta. Discuten entre risas y suaves forcejeos asegurando que tu dinero no
tiene valor aquí y que de todas maneras pago yo porque soy un caballero y ella
le dice al oído, pero la próxima vez pago yo. Jaime sonríe. Magdalena le ha
ahorrado un gran problema: nunca ha sido bueno para relacionarse y acepta
encantado cualquier ayuda cuando la compañía le agrada. Magdalena es menuda y
tiene el pelo negro y suave que cae con gracia sobre sus hombros. No quiero
parecer descortés, pero noto un brillo en tus ojos que me tiene inquieto. Lo he
visto en otros ojos y he perdido la cabeza internándome en junglas espesas.
¿Crees que me quiero acostar contigo? Le asalta Magdalena sin perder la alegría
serena en el rostro. Jaime apenas logra coordinar la respiración, ahogado por
la sensación de sentirse sorprendido como un estúpido.
-
No quería decir
eso.
-
Pero lo
insinuaste.
-
¿Cierto que no
quieres?, le dice él tratando de escapar hacia delante.
-
Sí, sí quiero,
contesta Magdalena desafiante, pero ya me di cuenta que tú tienes miedo.
-
No es miedo. No
uses el típico argumento de mina despechada. Ni tengo miedo, ni soy marica, ni
sufro de impotencia. Simplemente, no me gustan las niñas. Y por lo que parece,
te duplico la edad.
-
Puede ser
entretenido.
-
Puede ser…. Pero
moriré con la duda.
Jaime se
acerca y le da un beso suave en la frente y piensa que debió nacer veinte años
después. Magdalena suspira y piensa que debió nacer veinte años antes.
-
¿Pero me puedes ir
a dejar? Dice ella apelando a la última munición de su artillería.
-
Si te voy a dejar,
me quedo.
-
Lo cortés no quita
lo valiente.
-
Soldado que
escapa…. Intenta retrucar Jaime, pero ambos ceden a una tentación de risa que es
cada vez más sonora y les provoca lágrimas. Se abrazan, pero ya no hay miradas
suspendidas ni cuerpos temblorosos. Son dos cómplices en medio de la noche de
Santiago.
(PATRICIO AGUILAR C. - 2010)