Santa Elvira era una dama que vivió hace mucho tiempo perdida en medio de la oscuridad del medioevo. Su alegría rondó durante muchos años el monasterio donde fue monja y abadesa. Deslumbraba su fervor por la vida y su firme amor por Cristo. Santa Elvira fue una mujer dulce y buena. Una virgen en toda su dimensión ética. Sin embargo, nada de esta dama nos interesa a la hora de escribir este relato, porque sus joyas no fueron materiales y a nosotros sí nos interesan las joyas que este par de maleantes roba desde la caja metálica que estaba oculta bajo la cama de Isadora Espejo, la viuda prestamista de la calle Santa Elvira, entre Sierra Bella y Carmen. Isadora nunca supo que su calle llevaba el nombre de alguien con tanto valor espiritual, porque la verdad es que nunca le interesó como tampoco nos interesa a nosotros (a ti y a mí) que nos hemos congregado para darle vida a este cuento (tú leyendo, yo escribiendo). A Isadora nunca le interesará, porque cuando se despierta con el cachetazo de viento que le llega desde la ventana rota, se da cuenta que han entrado y salido mientras ella roncaba su sueño prestamista y se han llevado sus joyas, su dignidad, su futuro, su única alegría en la vida. Se da cuenta que se le dio vuelta la tortilla y ya no podrá gozar hasta sentir cosquillas en la entrepierna con el llantito agudo del espéreme hasta la próxima semana, que ya estoy que consigo la plata, y ella les decía que no a todos, que aquí no sirve de nada que te conozca hace años o que tú seas mi hermano. Al fin y al cabo no te elegí como hermano y si me debes, me pagas y seguimos tan hermanos como antes. Y en su cara agria se dibujaba el gesto de dominio del mundo. Pero ahora, ese par de canallas, que entraron a su casa y se llevaron sus joyas mientras roncaba como ballena varada, se divide las escasas monedas conseguidas con la venta del botín y se junta a beber en un bar de mala muerte a la altura de avenida Santa Rosa, que era otra santa que hizo del propio sufrimiento físico una forma de amor del dios de sus pasiones. Pero nada era comparable al dolor físico que sentía la vieja Isadora, sentada en una silla de mimbre mirando por la pequeña ventana rota de su cuarto, preguntándose por qué a mí, señor.
miércoles, 6 de junio de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario