martes, 25 de febrero de 2025

DE NOCHE, NO TODOS LOS GATOS SON NEGROS (2010)

 

DE NOCHE, NO TODOS LOS GATOS SON NEGROS

 

Y es que no podía concebir esa tranquilidad que lo cruzaba cada vez que se sentaba mirando a la gente pasar desde la banquita junto al árbol. Demoraba un rato aguantando la respiración mientras el aire le recorría, centímetro a centímetro, todos los resquicios de las entrañas. La verdad es que se sorprendía a punto de estirar esa sonrisa idiota que todos los demás observan; y que es idiota, por supuesto, porque nadie se explica la razón de tanta tranquilidad. Entonces pasa la señora Luisa, la del piso cuatro, que todos los días barre la vereda comunitaria y esos veintitantos metros lineales quedan pulcros luego de las tres horas de sobajeo con la escoba y masajeo con la manguera, y esos chorros de agua fría mantienen a una temperatura agradable el frontis del edificio a pesar de los treinta grados que, seguro, habrá a las tres de la tarde. Pasa la señora Lucía y lo mira con desconfianza. Fuma, está sentado en una plazuela a las diez de la mañana, mira el horizonte que está tapado por el block quince y sonríe como si se hubiera ganado la lotería. En resumen, parece un tipo feliz. Seguramente tiene un trastorno mental, dice ella bajito, o es uno de esos degenerados que andan en cueros debajo del abrigo de pelo de camello que le robaron al papá recién muerto, para colocarse cerca de los colegios de niñas y se acuerda cuando ella iba a la panadería con sus mejores amigas a comprar el amasado calientito y se le cruzaba uno de estos enfermos gritando mírenme, chiquillas, vean lo que tengo acá, quién quiere tocármelo, gritaba con los ojos cerrados y las niñas no se espantaban. Al contrario, se abrazaban entre ellas para sostenerse y no terminar en el suelo desencajadas de tanto reírse de la imagen patética de ese pelafustán de piernas resecas y flacas que intentaba sorprenderlas, pero sólo les causaba risa y luego pena. Pero este tipo es distinto. Los degenerados nunca miran de frente y él tiene unos bellos ojos de aceituna y la mirada relajada. El aspira lentamente su cigarrillo, sostiene el humo en los pulmones y suelta las volutas con toda calma. Nadie tiene tanto tiempo en esta ciudad, pero hasta saluda a las palomas, piensa la señora Lucía que lo mira con enojo porque en todo este rato no pudo descifrar la causa de la alegría de Jaime Guerrero. El, desde su asiento se siente observado y la mira un segundo a los ojos y le suelta un buenas tardes, señora, con una voz tan suavemente masculina que la señora Lucía no tiene más alternativa que responderle, buenas…, mientras rememora aquellos días en que era una muchacha hermosa de largo pelo negro y paseaba por la plaza de armas de su pueblo y todos los conscriptos se daban vuelta a mirarla, pero eran muy pocos los que se atrevían a saludarla y sólo los tenientes, alguna vez, le dijeron buenas tardes, señorita, mientras ella paseaba orgullosa con su vestido de domingo, tomada del brazo de su hermana mayor. Le responde y se hunde en su departamento para que no la vean llorar sus penas de solterona y la frustración que le surgió cuando se dio cuenta que habían pasado los años y los muchos pretendientes rechazados por feos, por pobres, por bajos, por demasiado caballeros, por cualquier razón que fuera creíble y se le habían quedado los kilos y la princesita de cuentos que era, desapareció secuestrada por la amargura cuando se convenció que el príncipe azul ya estaba ocupado para siempre.

Jaime, en cambio, no da importancia al paso rápido de la señora que lo miró como se mira a un ratón escarbando en la basura. Es más importante entender la razón de su felicidad interna. El no es de salir gritando a los cuatro vientos. Carece de la capacidad de dejarse llevar por las emociones. Pero no soy insensible, se contesta para adentro. Sabe que es capaz de llorar como viuda de conventillo en las ocasiones menos esperadas, como aquella vez cuando el país tuvo a su primera Miss Universo y no pudo contener las lágrimas al ver a esa muchacha ganando lo que parecía imposible. Entonces, cuando le pusieron la corona y ella se tapó la cara con las manos enguantadas, le dieron ganas de gritar viva chile, mierda, porque al fin y al cabo era la primera vez en su vida que veía una victoria tan colectiva, tan de todos, aunque la minita era del barrio alto, tenía apellido italiano y seguramente se la llevarían al general para que la abrazara y le diera un beso bien jugoso. Pero él sentía que desde el Golpe no había ganado nunca. Incluso cuando creyó que estaba justo del lado de los que iban hacia una victoria segura, todo se vino abajo y calabaza, calabaza, cada uno para su casa, o la casa del vecino, o de algún conocido que me pueda tener un tiempito mientras pasa la repre, porque yo era de esos que la peleaban, caballero. Soy un veterano del ochenta y seis, le dice Jaime al recogedor de basura que está sentado a su lado hace como cinco minutos y éste como que no le entiende y le pregunta si no será del setenta y nueve, pensando que estos loquitos de hoy no saben nada de historia, y Jaime se irrita y le dice que no, que del ochenta y seis, del mil novecientos, de la dictadura, del fascismo, y piensa que este basurero desclasado seguro que nunca se metió en los años duros. Seguro que chapoteaba en cerveza y vino en caja, mientras nosotros nos sacábamos la cresta peleando para que este mismo gil y su familia pudieran vivir en un país libre. ¡¡En un país libre!! ¿¡Oíste!?, repitió casi gritando mientras el otro se iba, afirmado en la manilla del camión recolector pensando que, a propósito de libre, tengo que averiguar si mi sobrino, el Juan, que ya no se puede en pie de tanto que le hace a la pasta, pero es imposible rescatarlo, ya habrá salido de la Peni. Lo tenían en preventiva. Lo llevaron después de la redada masiva. Lo acusan de ser microtraficante. Pero seguro que si anduvieran deteniendo bomberos a él le dirían que es el chofer del carro, así que para adentro sí o sí. Tiene mala cueva mi sobrino, le comenta a Onofre, el otro recolector que se va quedando dormido sobre unas bolsas negras que acomodó como si fueran un bergère de los más finos. El otro día lo encontré en la esquina a dos cuadras del estadio de la Villa. Estaba parado como siempre, con cara de pescado, seguro que sacando la vuelta o escapando del colegio. Me acerqué a preguntarle en qué andaba, pero antes de llegar me dijo váyase de aquí, papito, que estoy trabajando y no puedo conversar con nadie. Tenía un celular de esos bacanes que hay ahora, de esos que tienen lavadora y vista a la cordillera y tú de dónde sacaste eso, le pregunté, pero me dijo que era su herramienta de trabajo que le hacía a las telecomunicaciones, algo así como un call center, pero callejero, ¿me entiende?, pero su colega no entendía nada porque dormía profundo a pesar del mal olor y de los saltos del camión. Y yo dale con que cuéntame qué tipo de trabajo es ése y mi sobrino déle con que váyase de aquí o me van a sacar la cresta, tío. Y estábamos en esa cuando pasaron dos autos de los “tiras” a toda velocidad por el lado nuestro y el Juan que entra en pánico y trata de marcar el número, pero el teléfono se le resbala y de puro nervio no puede hacer nada, mientras me dice que nos jodimos, tío. Se me pasó la “pesca” y va a quedar la cagada allá adentro. Entonces me dice que me vaya mejor porque él ya estaba jodido. Ahí me di cuenta que era un “sapo” de los narcos y que yo lo había distraído con mis preguntas, así que le hice caso y me fui mientras lo veía nervioso caminando hacia el lugar donde se habían metidos los detectives. Lo agarraron de inmediato y lo metieron en una camioneta. Tiene mala cueva mi sobrino, ¿cierto?

El camión se alejaba por la avenida y Jaime Guerrero continuaba su charla interior porque ya se le había pasado la rabia con el basurero. Al fin y al cabo, ese tipo se había ido a meter en medio de sus reflexiones sin que él lo hubiese invitado. Aunque jamás invitaba a nadie a pasar el alto murallón de sus defensas. Había un territorio agreste que costaba mucho traspasar. Ahí vivían en un dorado exilio sus fantasmas; sus monstruos más ocultos pasaban sus días encadenados, esperando que alguien le trajera algo de comer o que un requiebro de la conciencia les permitiera encontrar el eslabón más débil y pudieran salir a correr y a cagar ensuciando los bellos parques de sus recuerdos. Jaime sabía que la única manera de mantener el orden en ese país interno era visitando de vez en cuando aquel lugar prohibido. Antes de ingresar aguantaba la respiración, trataba de dejar colgadas en alguna parte sus intenciones y sus juicios y ataviado con el sayal de sus remordimientos, caminaba hacia adentro en un silencio respetuoso y lleno de temor. Entonces venía hacia él una jauría de malos sueños que se le enredaban en las piernas, le apretaban a la altura de los hombros como queriendo sacarle los huesos, se le metían a la fuerza dentro de la boca y le desfiguraban el rostro tratando de arrancarle un grito o una petición desesperada de piedad no me hagan esto, no quiero más y cuando estaba a punto de rendirse, sentía el peso del silencio alrededor y se encontraba apoyado en sus manos con la cara muy cerca del suelo, babeando como un niño olvidado y aparecía un camino que bordeaba un bosque negro y viscoso corriendo paralelo a él. Como pudo se puso de pie y trató de avanzar por el sendero iluminado apenas por el débil rayo de un sol frío. Entonces sintió que el silencio lo deslizaba como sobre una alfombra de cuentos. A una velocidad constante se introdujo en un vasto coironal de hebras afiladas y duras que le provocaban pequeños y dolorosos cortes en las pantorrillas. Cuando llegó a lo que parecía ser el centro, porque todo era igualmente lejano o ausente, descendió y se encontró desnudo frente a un grupo de ancianos que lo miraban con odio caníbal y le acercaban sus narices frías y pegajosas para olerlo de cerca, murmurando imprecaciones y en medio del círculo estaba él sintiendo como se elevaba la temperatura y empezaban a arderle los brazos y las piernas y los viejos se apartaban con cara de asco y escapaban en distintas direcciones. Entonces escuchaba de lejos la voz tierna de la hija que siempre quiso tener, pero que nadie quiso crear con él. Convencido de que las mujeres no son necesarias para soñar, concibió sin ayuda a su hija a imagen y semejanza de la actriz de cine que adoraba: una gringa rubia, flaca y sin demasiados atributos físicos, pero con una mirada y un gesto de ausencia dolorosa que invitaba a acogerla y admirarla como a una muñeca de porcelana. La creó y la guardó en el centro del tronco de un frondoso abedul que plantó en el patio de atrás de su memoria. La visitaba de vez en cuando y la miraba sonreír, le besaba los dedos de las manos y cuando ella le reclamaba tanto tiempo de ausencia y derramaba lágrimas que parecían cuchillos de hielo desgarrándole el alma, volvía al camino y seguía hacia adentro hasta llegar a un extenso campo de trigo donde dos muchachos jugaban despreocupados a ver quién corre más rápido, que yo soy Batman y tú Superman, o que mejor escóndete que yo soy de la caballería norteamericana y tú eres un indio apache y yo que no quiero ser apache, que quiero ser Sioux, que son más elegantes y no son ladrones y así se abrazan sin pudores y se tiran al suelo pretendiendo ser el más fuerte. Entonces viene una nube espesa y nauseabunda y los rodea en medio de sus risas infantiles que se transforman en gemidos, de pánico en el más pequeño, de sorpresiva parálisis en el más hermoso y uno de ellos se disuelve mientras queda relumbrando el pavor de sus ojos verdes, y el otro se tapa la cara con las manos y no llora. Guarda un silencio desafinado que será su castigo de por vida. Luego intenta gritar, pero antes cae sobre él una lluvia fresca que le limpia la cara, le maquilla el llanto antes de nacer y de pronto camina sobre la calle nevada, va camino al puente de caricatura que atraviesa un río tímido y del otro lado viene el muchacho convertido en un viajero de tiempos inmemoriales que pasa a su lado y lo mira de reojo, pero no le habla y sigue su camino y él queda detenido en medio del puente mientras cae la nieve pero no lo toca porque está en otro lugar al mismo tiempo, lejos del sufrimiento. Recostado en su cama, mira con serenidad el techo de tablas. Cincuenta y cuatro tablas todas iguales, pintadas de blanco “invierno”, un blanco desteñido y sin gracia que no le hace buen homenaje al invierno que él conoce tan de adentro. Esa estación lo puso en alerta ante la vida. Le crió desde pequeño. Le enseñó a medir las lágrimas, a corregir los errores y a vivir sin arrepentimientos. Desde siempre controló todos los minutos que venían a los bebederos de su vida. Pero no era esa la razón de aquella alegría extraña que lo dejaba en blanco cada vez que se detenía a mirar el vacío o simplemente a no pensar en nada como ahora que camina sin rumbo fijo sabiendo que es más importante andar que llegar, pero todas esas filosofías de pacotilla eran tan inútiles como las lecciones de francés que, cuando era muchacho, le daba aquella profesorcita tan bella que cuando apareció en el umbral dejó a toda esa turba de adolescentes tormentosos en un estado de marasmo total, porque durante segundos fueron un conjunto escultórico a la estupidez masculina. Y ella respondió a la cascada de testosterona que se le venía encima con un magistral pase de capa, poniéndose a salvo con la expulsión inmediata del salón de tres o cuatro de los púberes que todavía no terminaban de salir del estado de hipnosis. Ella parecía ser una de aquellas mujeres destinadas a dominarlo todo. Así lo entendieron los alumnos que disfrutaron mirando su cuerpo menudo de veintitrés años recién salido de la universidad: Y ella también lo creyó. Juraba que haciendo clases en ese liceo perdido en el culo del mundo, juntaría dinero suficiente como para partir a su destino señalado. Llegaría un día de sol a París porque así llegaba la gente exitosa a los lugares de película. La lluvia, el frío glacial, los lugares apartados, estaban hechos para ser asilos de poetas y pintores. Ella abrazaría París como si nunca se hubieran separado, aunque la verdad era que jamás se habían encontrado. Pero tantos millones de esperanzados solitarios han pasado por esas calles, y triunfaron, que ella tenía la fe suficiente como para saber que la fama no le sería esquiva. Lo cierto es que jamás se movió del Liceo: ni siquiera hizo clases en el colegio de niñas porque el francés que enseñaba no era para ir a Francia, porque a nadie en Francia le importaría jamás que Monsieur Papini fuera a la boulangerie. Pasaron los años y pasaron también las paliduchas caras de niños con urgencias de hombres que la devoraban cada vez que entraba a una sala. En las tardes se encerraba en la pieza que arrendaba y que era la más pequeña de la casa de la señora Daniça, una yugoeslava que después supo que era croata, pero nunca odió a los serbios porque jamás pudo distinguir a uno. En la soledad de su habitación, sacaba un cuaderno de contabilidad de tapas duras y calculaba cada uno de los gastos que había hecho durante el día, pero siempre llegaba a la triste reflexión de que había gastado de más y que a ese ritmo sólo había ahorrado lo suficiente como para pasar un fin de semana en Buenos Aires. Pero no importa, se decía en un ataque de optimismo. El próximo mes dejo de almorzar, pero se daba cuenta que hacia tres meses que no almorzaba y apenas si comía un pan con quesillo al mediodía. Desolada por la imposibilidad del ahorro, cansada de combatir con las urgencias químicas de sus alumnos, abatida por la soledad del invierno que le desgarraba cualquier atisbo de sonrisa y la condenaba al olvido definitivo, un buen día simplemente cambió de planes y Francia se diluyó a tal punto que no volvió a hablar francés, no hizo más clases y comenzó a visitar hoteles, restaurantes de turistas y galerías comerciales hasta que encontró a un argentino desprevenido que iba de paso por la ciudad. Lo miró con desenfado, lo desnudó hasta dejar al descubierto el más absurdo de sus secretos y cuando él se sintió desprovisto de toda defensa y entendió que su vida dependía de lo que ella dijera, se arrodilló no como un galán sino como un soldado derrotado y le dijo cásate conmigo o no me quedará otra más que pegarme un tiro. Ella le contestó que sí, pero que no se le ocurriera hablar de amor porque se casaba por despecho. Se casaron sin testigos. El oficial del registro civil le pasó un billete a cada uno de los auxiliares que estaban en la oficina ese día, para que se pusieran al lado de los novios que están tan ilusionados, pero no los conoce nadie, les decía el oficial desecho por la mirada vidriosa de la ex profesora de francés que se pasó el resto de la vida administrando un motel y engordando con chocolate casero que era el único que le gustaba. Y nadie supo nada más de ella ni de sus sueños de conquistar París. Y a nadie le importó. Ni a Jaime Guerrero, que camina por la calle principal dispuesto a atravesar la ciudad de tan alegre que está, pero no se le nota, de tan tranquilo que está y hasta se le ablandó la mirada y le dan ganas que nada en la vida sea importante, aunque le critiquen esa forma de vida y le digan que su simpleza es un error. Desde pequeño buscó la vida simple. Solía pasar largas horas con la vista fija en el horizonte, pensando apenas en un paisaje con poca vegetación y hacerlo no le exigía demasiada imaginación porque desde que había nacido ese tipo de escenario natural rodeó sus suspiros de pequeño desolado.

¿Usted no es chileno, cierto?, le interroga la muchacha acercando su cara pequeña hasta asustar a Jaime. No sabe cómo llegó hasta el mesón de ese bar en la Plaza Brasil; tampoco logra descifrar quién es la muchacha que lo mira con insistencia y le repite la pregunta porque usted no es chileno. Me da la impresión que usted anda de paso, ¿me equivoco?, dice la joven y Jaime atina a susurrar que hasta adonde él sabe de su historia familiar, soy chileno ciento por ciento. Magdalena, algo desilusionada, baja la mirada y reitera que no lo pareces. Gracias por tutearme, empezaba a sentirme viejo. Eso es… te sientes viejo y solo. Vives apartado de todo el mundo. No tienes amigos. Por eso no me parecías chileno. Los chilenos son muy buenos para tener amigos. Les gusta andar en patotas. La conversación se torna banal y les consume minutos y cervezas. Jaime ríe con ganas gracias al aliento de agua fresca de Magdalena. Ella lo mira entre asombrada y melancólica. El le cuenta de sus viajes, de los paisajes que conoció cuando desembarcó en Ladrillero o cuando recorrió Managua a bordo de un Mercedes Benz y sintió vergüenza de su privilegio. Ella le dice que de Nicaragua sólo conoce el ron que llegó hace poco a los supermercados. Y de tanto decirse cosas, Jaime se pierde en el laberinto y se divorcia del reloj. Un mozo les avisa que van a cerrar y que alguien tiene que pagar la cuenta. Discuten entre risas y suaves forcejeos asegurando que tu dinero no tiene valor aquí y que de todas maneras pago yo porque soy un caballero y ella le dice al oído, pero la próxima vez pago yo. Jaime sonríe. Magdalena le ha ahorrado un gran problema: nunca ha sido bueno para relacionarse y acepta encantado cualquier ayuda cuando la compañía le agrada. Magdalena es menuda y tiene el pelo negro y suave que cae con gracia sobre sus hombros. No quiero parecer descortés, pero noto un brillo en tus ojos que me tiene inquieto. Lo he visto en otros ojos y he perdido la cabeza internándome en junglas espesas. ¿Crees que me quiero acostar contigo? Le asalta Magdalena sin perder la alegría serena en el rostro. Jaime apenas logra coordinar la respiración, ahogado por la sensación de sentirse sorprendido como un estúpido.

-       No quería decir eso.

-       Pero lo insinuaste.

-       ¿Cierto que no quieres?, le dice él tratando de escapar hacia delante.

-       Sí, sí quiero, contesta Magdalena desafiante, pero ya me di cuenta que tú tienes miedo.

-       No es miedo. No uses el típico argumento de mina despechada. Ni tengo miedo, ni soy marica, ni sufro de impotencia. Simplemente, no me gustan las niñas. Y por lo que parece, te duplico la edad.

-       Puede ser entretenido.

-       Puede ser…. Pero moriré con la duda.

 

Jaime se acerca y le da un beso suave en la frente y piensa que debió nacer veinte años después. Magdalena suspira y piensa que debió nacer veinte años antes.

-       ¿Pero me puedes ir a dejar? Dice ella apelando a la última munición de su artillería.

-       Si te voy a dejar, me quedo.

-       Lo cortés no quita lo valiente.

-       Soldado que escapa…. Intenta retrucar Jaime, pero ambos ceden a una tentación de risa que es cada vez más sonora y les provoca lágrimas. Se abrazan, pero ya no hay miradas suspendidas ni cuerpos temblorosos. Son dos cómplices en medio de la noche de Santiago.

(PATRICIO AGUILAR C. - 2010)

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