PAISAJE DE
BARRIO
Nada parece alterarlo. La noche está tranquila. El
espacio es pequeño, pero es lo que siempre quiso tener. Desde que se alejó de
su casa natal, sus sueños se limitaron a la búsqueda del silencio como una
recompensa. Permanecer en calma frente a la ventana, como cualquier domingo, a
eso de las tres de la tarde, cuando en todas las casas del barrio hay gente que
mira por la ventana pero nadie se interrumpe. Como en una carretera de ojos
perfectamente organizada, una docena de hombres y mujeres miran, sin cruzar
miradas, hacia la calle; nadie espera nada de la vida ni de la tarde. Nadie
tiene la más mínima tentación de ser noticia al día siguiente. Es domingo y lo
más importante, sin que por ello tenga alguna importancia, es mirar hacia la
calle, hacia los plátanos orientales que adornan las veredas, al cemento
caliente de esa tarde de marzo. Cada mirada tiene su propio espacio y circula
sin inmiscuirse en el mundo visual del vecino que es abogado y que sale cada
mañana como a las ocho y corre al paradero de buses, porque nadie sabe en qué
gasta todo lo que gana, pero en los años que lleva viviendo acá nunca se ha
comprado auto. Y es soltero, para peor de males. La vecina de la esquina
contraria comentaba en la panadería que, a esa casa, entran siempre mujeres distintas.
Claro que hay dos departamentos y en el segundo piso vive otro hombre que
también es soltero. Pero el caballero de arriba no es menos extraño. Sale
temprano y llega tarde. Mírelo. Ahí está afirmado en la ventana. No habla con
nadie. Por lo general viene una tipa en un auto y lo espera, pero casi nunca se
encuentran porque él llega casi siempre una media hora después que ella se va.
Raro el caballero. A veces se le escucha cantar hasta tarde y me dan ganas de
hacerlo callar porque la gente decente se acuesta temprano porque al otro día
hay que ir a ganarse los porotos, pero me arrepiento porque algunas canciones
me hacen acordar de mis tiempos mozos en el sur, entonces lo dejo que cante,
porque es bueno que haya alguien feliz en esta calle, señor, porque no todos
somos felices. Nos cuesta mucho reír. Sucede que aquí ha pasado muchas veces la
muerte. No… no es una metáfora. Ha pasado, de pasar, de estar ella misma acá,
tomándose una cerveza con nosotros, contándonos cuentos de terror. Y ella se
ríe mucho mientras nosotros la miramos con cara de ¿seré yo? Y ella cuenta
cuentos, cuenta chistes, toma cerveza, dormita un rato largo, y nosotros ahí
mismo, mirándola sin pestañear, esperando que despierte y le diga a cualquiera
que ya es la hora, que vamos, que la barca está por partir, que llegó el
momento, entra por este túnel, o cualquiera de esas estupideces que vamos
aprendiendo desde chiquillos, porque antes que le tomemos saborcito a la vida
nos empiezan a exigir que nos arrepintamos de lo que no hemos hecho. Pero nada
de eso pasa. La muerte se despierta, nos sorprende con un estirón de huesos y
en vez de la frase para el bronce, se limita a pedir permiso para pasar al baño
porque ha tomado demasiada cerveza. Entonces la seguimos hasta que ella cierra
la puerta del excusado y escuchamos el chorro cantarín de su orina cayendo en
la taza. Alguien saca la voz como puede y pregunta: ¿Y si esa cabrona no es la
muerte?, pero nadie se atreve a comprobarlo. Estamos en esa cuando la Muerte
sale del baño y pregunta por el nombre de una calle que queda a tres cuadras de
acá. Ustedes me atendieron bien, nos dice sonriendo amistosamente. Por ahora me
voy a conformar con llevarme al peluquero de esa calle. La señora Marta hace el
ademán de intentar la defensa del peluquero, pero ante la posibilidad de que la
Muerte se arrepienta y se lleve a cualquiera, prefiere hundirse tres dedos en
la boca y comienza a comerse las uñas como cuando era una colegiala y el papá
le frotaba los dedos con ají verde para que abandones esa costumbre de
chiquilla pobre. Pero ella no lo hacía por un asunto de clase. Lo suyo era
ansiedad y no sabría hasta muchos años después cuál era la razón de ese estado
nervioso.
Esteban, el hijo de la señora Marta, pregunta entre
susurros: ¿Entonces no se muere ninguno de nosotros? Y la Muerte, que está como
distante, lo mira fijo a los ojos y le dice que no te hagas ilusiones,
pendejito, porque tú estás en mi lista. Esteban se retuerce de miedo. La señora
Marta se retuerce de dolor. El resto se estremece esperando que esta vez sea
cierto y se lleve rápido al inútil que ha dedicado sus veinte años a chuparle
la sangre a su madre que hace pan amasado y empanadas desde las cinco y hasta
las ocho de la mañana; desde las diez, limpia la casa de la doctora Vidal que
vive en los departamentos que dan a la Costanera. A las cuatro de la tarde se
sube a un micro y llega a su casa para lavar los uniformes de la Compañía de
Bomberos o las sábanas del motel que funciona al lado del edificio donde vive
hace catorce años, cuando su marido murió de una extraña enfermedad que lo secó
por dentro y se deshidrató en pocas horas. Empezó a perder todo tipo de
líquidos como si hubieran abierto todas las esclusas de su cuerpo y terminó
casi adherido a las sábanas, exprimido e irreconocible en el pergamino de su
piel que se fue deshojando mientras lo movían para ponerlo en el ataúd. En fin,
la señora Marta apenas duerme tres horas al día y con un ojo abierto para que
su querido Esteban no le robe los pocos pesos que guarda en su cajita de
costuras, para gastarlos en el Pepito-Paga-Doble
que organiza Juan Gaínza, que hace mucho tiempo fue profesor de inglés, después
fue pintor de brocha gorda y barrendero municipal, pero terminó un par de años
en la cárcel por robarle el sueldo a uno de sus jefes. Ahí dentro aprendió a
ganarse la vida honradamente. Se hizo microempresario del esparcimiento.
Aprendió a barajar como los dioses y hasta su palo blanco se equivoca de verdad
cuando se dispara a revolver las fichas como un endemoniado, e incluso pone una
cuarta ficha en vez de la marcada, todo de una vez. Por supuesto, Esteban nunca
ha ganado ni un centavo y tampoco le interesa. Para Esteban lo importante es
ver a Juan Gainza moviendo las fichas, poniendo ésta aquí, sacando la otra de
allá, diciendo que ésta es que ésta no es, no se equivoquen y hagan sus
apuestas. Y para Esteban todo eso es poesía pura, un himno arrebatador que le
dice que ahí está su vocación y que daría cualquier cosa para que Juan Gaínza
le enseñe su arte, pero no se atreve a decirle por temor a que se ría en su
cara. Entonces, calladamente, coloca las monedas o los billetes de luca que le
robó a la señora Marta, con la parsimonia de quien compra un boleto de palco en
la ópera del mes. Oiga, yo creo que este muchacho no es tan imbécil como lo
pintan. Para mí que es más sensible que el resto.
Pero yo le estaba contando por qué nos cuesta tanto reír.
Este es un barrio donde nunca pasa nada, señor. O casi nada, para no parecer
exagerado. Claro, la otra vez vimos todos cuando asaltaron a la profesora de
piano de la tercera casa de la vereda del frente. La de postigos café, ¿la ve?
Ahí vive una señorita que debe tener como… bueno, qué importa su edad. Lo que
está claro es que la dejó el tren. Nadie la quiso ¿me entiende? Y vive de sus
clases de piano. Parece que vive siempre suspendida en una idea inconclusa. Se
nota cuando camina hasta el almacén. Me gusta verla caminar. Es como una
ceremonia y la cumple con rigurosa disciplina. Sale de su casa, cierra la
puerta y da tres vueltas a la llave. La guarda y la pone en el bolsillo derecho
de su abrigo de lana. Camina tres pasos largos hasta la cerca de madera. La
cierra y pasa el pestillo sin hacer ruido. Compra lo primero que encuentra
porque apenas come. Una de esas noches, cuando regresaba a su casa con un
quesillo en las manos como quien pasea una imagen de la Virgen del Perpetuo
Socorro, se le atravesaron dos tipos para robarle. Ella se detuvo y no dijo
nada mientras esos roticuacos la
subían y bajaban a insultos. Ni le cuento todo lo que le gritaban y ella ahí
delante de ellos sin decir nada. Nos dimos cuenta de lo que estaba pasando
porque ellos gritaban mucho y era tal la cantidad de garabatos que llenaba la
calle y entraba por las ventanas como murciélagos asustados, que todo el
vecindario asomó la cabeza por las ventanas al mismo tiempo. Ahí vimos el
espectáculo que nos dejó a todos con la boca abierta. Los dos bandidos
insultaban a la profesora de piano y ella, flaca y transparente en su palidez,
iba desapareciendo poco a poco, como si quisiera estar en otro lugar. Fue tan
evidente su transformación que los insultos se fueron desvaneciendo con ella.
Los malandras se quedaron en silencio y empezaron a sollozar y después a llorar
como niños mal criados. La muchacha seguía ahí en medio de la vereda con los
ojos fijos en nada, esfumándose con la suavidad de un suspiro. Algunos
quisieron acercarse para intervenir, pero nadie supo con claridad si había que
rescatarla a ella o a los dos miserables que lloraban arrodillados suplicando
por sus vidas. La profesora de piano, apenas dejó un pequeño charco azul
fosforescente ahí donde estuvieron sus pies. Todos los vecinos pensamos que la
escena aquella era tan maravillosa que nos quedamos petrificados en las
ventanas. Pero, unos segundos después, don Joaquín comentó en voz alta que no
había música de fondo. La Estelita esperó un rato más para saber si era una
cámara escondida. Feña, el conserje del edificio de departamentos, se aburrió
casi de inmediato pensando que ese truco lo había visto en televisión pero que
a la modelo se le abr
ía el sostén y eso era lo bueno. En fin, al poco rato nadie
miraba y todos volvían a sus quehaceres habituales. Como le digo, en este
barrio casi nunca pasan cosas interesantes. Yo fui el último que creyó que esto
era un milagro, pero al día siguiente la vi salir con su abrigo de lanilla de
siempre y su mirada quieta, caminando como si la vida fuera un trámite. Desde
entonces, a mí me cuesta reír porque perdí la ilusión. No hay nada peor que
vivir con esa sensación de orfandad, de haber quedado en la vereda opuesta de
la felicidad. Porque entonces uno gasta el poco tiempo que tiene en mirar por
la ventana. Ve pasar a los niños o a los jóvenes con su insolente inquietud de
cachorros jugando a vivir. Ve como florecen los árboles y luego pierden las
hojas y, más tarde, impregnan con su aroma dulzón nuestras ropas viejas y las
sábanas nostálgicas que cuelgan en los cordeles o en los balcones. ¿Ha olido
usted cómo es un atardecer en estos barrios antiguos? ¿Ha contemplado el
silencio? Me dice mirándome sin esperanza, mientras se aleja y queda su cuerpo
algo curvado apoyado en la ventana, que se aleja y se pierde como un túnel
oscuro en medio de la madreselva, que se aleja y se confunde en la tonalidad
verdosa con las hojas de los plátanos orientales, que se alejan y son apenas
una mancha que flanquea la calle estrecha, que se aleja y es parte de otras
calles que son el barrio, que se aleja y todo es un múltiple estallido de
puntos infinitesimales que conforma miles de vidas, que murmuran tejiendo un
mundo, uno solo, un invisible punto en un rincón olvidado de una galaxia que
llora su inexplicable soledad.
(Patricio Aguilar C. – 2009)
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