No es necesario buscar algún parecido entre estas cosas que escribes y lo que hizo Cortázar en su momento. Resulta evidente que por ahí viene la “inspiración” y no está mal. No lo creas. No te recrimines. Desde hace tiempo vienes jugueteando con cuentos cortitos y no te has atrevido a escribirlos por temor a que se te pierdan, llegue un día cualquiera y les digas ya, se me quedan aquí todos juntitos y no se mueven hasta que yo vuelva. Entonces esperan que te vayas de la habitación. Te miran en silencio con las letras bien abiertas. Y cuando cierras la puerta, se escucha en sordina un hurra de felicidad y los pequeños cuentos se levantan y se cuentan entre ellos y no paran de contarse porque son muchos y cada uno tiene un tema distinto y, además, se creen el cuento. Todos menos uno. Un cuento triste y cojo, que no tiene final y está borroneado desde la primera palabra. Para colmo no tiene título. Es decir, si alguien lo llama, sólo lo llamará cuento, texto, papel con garabatos, eso-que-escribiste, bosquejo. No como esos otros que se llaman En Busca del Tiempo Perdido, Las Joyas de Santa Elvira, Caer Como Levantándose y otros nombres que son los de sus hermanos. El está triste y se aparta. Entonces llega a la sombra de un viejo libro, grueso como un árbol centenario. Como puede el texto inconcluso le mira la frente y dice Rayuela, porque así se llama. El gran libro le abre sus páginas y el borrador se mete entre la ciento catorce y la ciento quince y siente que está abrigadito y que si se esfuerza puede que crean que es otro capítulo de esos que escribió Cortázar y quedaron a medias, pero que juntitos hacen un libro tremendo al que nadie se atreve a desafiar.
miércoles, 6 de junio de 2007
EL CAPÍTULO QUE CORTÁZAR NUNCA QUISO ESCRIBIR
No es necesario buscar algún parecido entre estas cosas que escribes y lo que hizo Cortázar en su momento. Resulta evidente que por ahí viene la “inspiración” y no está mal. No lo creas. No te recrimines. Desde hace tiempo vienes jugueteando con cuentos cortitos y no te has atrevido a escribirlos por temor a que se te pierdan, llegue un día cualquiera y les digas ya, se me quedan aquí todos juntitos y no se mueven hasta que yo vuelva. Entonces esperan que te vayas de la habitación. Te miran en silencio con las letras bien abiertas. Y cuando cierras la puerta, se escucha en sordina un hurra de felicidad y los pequeños cuentos se levantan y se cuentan entre ellos y no paran de contarse porque son muchos y cada uno tiene un tema distinto y, además, se creen el cuento. Todos menos uno. Un cuento triste y cojo, que no tiene final y está borroneado desde la primera palabra. Para colmo no tiene título. Es decir, si alguien lo llama, sólo lo llamará cuento, texto, papel con garabatos, eso-que-escribiste, bosquejo. No como esos otros que se llaman En Busca del Tiempo Perdido, Las Joyas de Santa Elvira, Caer Como Levantándose y otros nombres que son los de sus hermanos. El está triste y se aparta. Entonces llega a la sombra de un viejo libro, grueso como un árbol centenario. Como puede el texto inconcluso le mira la frente y dice Rayuela, porque así se llama. El gran libro le abre sus páginas y el borrador se mete entre la ciento catorce y la ciento quince y siente que está abrigadito y que si se esfuerza puede que crean que es otro capítulo de esos que escribió Cortázar y quedaron a medias, pero que juntitos hacen un libro tremendo al que nadie se atreve a desafiar.
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