lunes, 10 de septiembre de 2007

La Fiebre del Náufrago


¿Cómo se puede entender que el oficio de la escritura, como cualquier oficio, se practique con tanta irregularidad?

Pues me ha sucedido. He debido soportar largos días, (y hasta semanas) sentado sobre mi tabla de náufrago, en medio de la mar inmensa, sumido en el más oscuro de los silencios, con la vista fija en el horizonte, a ver si aparece un barco (o un pequeño bote) que me salve y me lleve hasta la orilla.

Me crece la barba. La ropa se me deshace en jirones. Nada. La monotonía es absoluta y cunde la desazón. Moriré de fiebre o de silencio total. Quise ser un gran escritor y no soy más que un escribidor a tientas. Uno que se quedó a mitad de camino.

Quise rendirme. Pero cuando ya me acomodaba para que la muerte me encontrara confesado, me vino una ira de esas incontenibles. Me levanté con tanta energía que perdí el equilibrio y fui a chapotear en el agua fría. Pude entender que a pesar de mi cambio de ánimo seguía siendo el mismo navegante sin embarcación.

Con el cuerpo frío y el orgullo empapado empecé a bracear.

Llevo varios días en esto de buscar la costa. Aún no veo nada en la línea del horizonte, pero el agua es menos espesa y el clima empieza a ser algo más benigno. Sobre todo, tengo la certeza que avanzando se llega a la meta.

Lo bueno es que antes de peder la calma pensaba que me iban a recibir como un héroe de película cuando llegara a puerto. Ahora apenas aspiro a una pequeña playa desierta con un bosque que me dé la sombra suficiente para no morir antes de tiempo.

Nada como morir en el momento justo.

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